23/07/2016
Se despertó por la mañana sin saber porque. Mareado, con la boca seca y la sensación de que algo le faltaba, se sentó en la cama.
El escritor había pasado la mejor noche de su vida. Pero, justo ahora, se sentía con el cuerpo dolido, la boca seca y las manos vacías. Tuvo la necesidad de tomar notas de la experiencia y aferró torpemente el cuadernillo de notas de la mesita de noche. Desnudo y débil, se lamentó de solo poder garabatear palabras sueltas sin completar ni una sola frase.
Sintió la tibieza de la cama y recordó el encuentro con ella como si fuese un sueño. Había accedido a pasar la noche con él. El escritor le trataba con delicadeza. Ocultaba con discreción y buenos modos sus salvajes intenciones. Le parecía una mujer frágil, con un rostro enmarcado de inocencia, que no caía en lo infantil.
Después del vino, sus labios se aferraban sin pausa; poco a poco, las manos tomaron sin pudor caminos prohibidos. Pronto el escritor llenó su cabeza con las imágenes eróticas de las curvas del cuello, el pecho y las caderas de su presa. Lamía cada sabor como un catador experto grabándolo en su memoria.
Ella nunca le pidió una poesía. Ni siquiera supo de los textos que su amante había escrito dándole fama entre las mujeres. Solo se dejó llevar por su deseo de caricias y la promesa de no volver a verlo.
Él intercambiaba los ruidos de su acelerada respiración con sus gemidos. Llegada la hora de poseerla, la sensación de un calor intenso le inundó el cuerpo, desde el corazón. Cada arremetida intensificaba esa sensación. La mirada perdida de ella le satisfacía y le llenó de celos a la vez.
Se veía triunfante, había conquistado ese monte de Venus exquisito. Lleno de placer, saciado y embriagado, comenzó a sentir como si la vida lo abandonara. El sudor hizo que las palabras resbalaran de sus labios con facilidad. Cada letra le dolía, pero no pudo evitar pronunciarlas. La carne salada de su femenina boca recibió con indiferencia el “te amo” en llamarada del escritor.
El éxtasis llegó líquido, caliente… demasiado caliente. Él se retiró con furia rota y con la sensación de haber ardido y de haber sido consumido rápidamente por su propio fuego.
La luz del sol le hería los ojos al colarse entre las cortinas. No podía dejar de repetir en su mente ese instante, en el cual, el cazador se volvió la presa.
“Te amo” y ella era hielo mientras él ardía. “Te amo” y sus miradas nunca se cruzaron.
“Te amo” y él se quedó sin corazón, abandonado, solo. Ella se lo había llevado todo. Ella no regresaría jamás.
El hueco en su pecho se llenó de lágrimas por meses. Desbordaron en poesía. Ninguna mujer logró aliviarle de esta ausencia. A partir de esa noche se le conoció como el mejor escritor del mundo.
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