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Foto del escritorDurindana

La Musa en el espejo.


Ana escuchaba los murmullos de la gente al pasar por la calle principal. La gracia de sus pasos combinaba con su cabello rojizo en el aire. Esparcía su fragancia como las flores movidas por el viento.


Cualquiera que la miraba podía perderse en el verde de sus enormes ojos y en la cadencia de sus caderas.

Lucía siempre inmutable frente al paso del tiempo. Como una de esas esculturas griegas, que con sus formas suaves enfrentan los siglos como seres inmortales y hermosos.


Siempre salía sola de casa con una pequeña sonrisa carismática, pero llena de escarcha.

Habitaba las fantasías más profanas de los hombres, mas todos entendían que en realidad era como una diosa inalcanzable que apenas tocaba el asfalto.

Ella todo el tiempo cuidaba de sus movimientos, modulaba la voz, su aspecto personal era impecable.



Cada día mecánicamente se levantaba de la cama a la misma hora. Su rutina de belleza era realizada con pasos estrictos.

Se veía en el enorme espejo en su habitación. La imagen que le arrojaba era perfecta desde las zapatillas hasta el rizo más alto naciente en su cabeza.

Terminaba con un vistazo general, seguido de una prolongada e intensa mirada a los ojos del reflejo.


Nunca se preocupaba por nada. Se ganaba los favores de la gente gracias a su aspecto. Para muchos era una compañía temporal, distante, pero siempre grata para presumirla.

No se metía en líos o cuestiones carnales, si es lo que estas pensando.

Simplemente la gente cuado esta sola, esta dispuesta a pagar grandes cantidades de dinero por tener algo bonito que poseer. Aunque fuese por unas horas, ella era toda suya. Una joya, el accesorio de moda.


Le gustaba ser admirada, el centro de atención de todos sin tener que caer en vulgaridades o escándalos. Nunca pedía compañía extra. No aceptaba propuestas por muy tentadoras que estas fueran.

Ni pretendía de modo alguno ser demasiado importante para nadie, incluso le molestaba en sobremanera que le hablaran de amor.

Sabía de sus ventajas al ser hermosa, pero no le interesaba salir a lucirse. No al menos, si no tenía que ver con negocios.


Transcurría el tiempo a su incansable paso, cuando Ana se dio cuenta de que su vida pasaba solitaria, pero feliz. ¿A caso la soledad era hermosa? ¿O quizá estaba tan rodeada de gente que la admiraba que se había olvidado del amor?


Una mañana como cualquier otra, llegó la respuesta dolorosamente. Por un descuido, su reflejo se partió en pedazos que cayeron al suelo con un ruido ensordecedor.





Paralizada por un momento frente al desastre del espejo perdió toda compostura. Su rostro comenzó a convulsionarse de dolor, convirtiendo su dulce voz en un llanto terrible. Con los ojos llenos de lágrimas, Ana se dio cuenta que había perecido, atrapada en esos fragmentos, sin que nada, ni nadie pudiese salvarla.


La mujer del espejo ya no le respondía su apasionada mirada y se negaba a encontrarse con ella en medio de todo ese caos.

Desesperadamente, buscaba a su amada, a la perfecta imagen para la que respiraba a cada minuto y por la que regresaba a casa deseando volver a verla en el espejo.

Se sintió perdida, abandonada.

El reflejo lo era todo.


Había encontrado a ese ser precioso y se prendió de él. La conoció. La miró por tanto tiempo, que comenzó a arreglarse para ella. Presa de sus propios encantos, quería que la figura en el espejo la dejara imitar sus movimientos, que se sintiera orgullosa de tenerla enfrente, que adorara su sonrisa, así como ella se había perdido en la suya.


Lo único que pudo alcanzar a vislumbrar fue un fragmento del pecho. Sin dudarlo ni un poco, lo acerco hacia sí misma para sentirse aliviada con lo poco que quedaba de su amada imagen. Un agudo dolor le cruzó el corazón. Cerró los ojos quedando en silencio.


Poco a poco se acostó sobre los fragmentos reflejantes. Sintiendo un cálido río de color rojo corriendo desde el pecho hasta la musa rota del espejo.

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